A veces me rindo, y se me escapa la cordura. Sale de mi
cuerpo como el humo de los pulmones, quemando mi garganta y dejando un áspero
sabor de boca. Mi sonrisa se pudre y mis ojos me delatan, se derrumba mi
fachada y solo quedamos el fondo del vaso y yo.
O esta mierda en la que me has convertido.
Nunca he sido fuerte, valiente, ni nada a destacar. Una vez
un capullo me dijo que no disfrutaba lo suficiente de la vida… que me faltaba
una chispa. Una chispa que, por supuesto, no me dio él. Puedo afirmar orgullosa
que no me arrepiento de las decisiones que he ido tomando a lo largo de mis
años, incluyendo algunas bastante extremas y las idas de cabeza (¿Eso cuenta
como locura?) puesto que si en su momento lo hice, es porque lo consideraba
mejor que el resto de las opciones. Ya sean buenas o malas, son mi
decisión. Me equivoco como todo el
mundo, y, también como todo el mundo, creo que me merezco que respeten mis
elecciones y mis circunstancias… ya sean errores o no. ¿Por qué entonces se me cuestiona? ¿Tan mala
soy?
Me canso de ser de piedra, de aparentar que estas cosas no
me importan. El desgaste me corroe hasta el punto de abandonarlo todo, tirar la
espada y prepararme a vuestras réplicas. He llegado a un punto de inflexión en
el que necesito ser yo, ya sea aquí o en otro lugar si (como viene siendo
habitual) no me siento cómoda escribiendo donde la gente me encuentre. Siempre
he dicho que una de las cosas más importantes para mí era poder ser libre de
expresarme donde fuese, me lea quien me lea, porque es así como llevo funcionando
los últimos seis años de mi vida, pero puede que sea momento de aceptar la
derrota y cambiar las cosas.
En este momento no me veo con fuerza de aguantar preguntas o
reproches de gente que me importa (el resto, con perdón, me la soplan) a
raíz de lo que yo considero mi vía de escape.
Si alguien de mi entorno, por alguna casualidad de la vida,
lee esto y se da por aludido, no te preocupes. Probablemente vaya por ti.
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