Llovía. Llovía tanto que la noche estaba ciega. Ciega de
llanto, de ira. Ciega de olvido.
Se congeló el aliento y los minutos dejaron de contar mis
palabras, que marchitas caían al viento.
Frío, no sólo frío, helado era el hedor que desprendían mis
manos asiendo la nada, la nada de tu boca.
La calle húmeda hacía reales mis pasos, que latían
acelerando mi pulso, haciendo reales los pensamientos, que lentos se fugan de
mi mirada.
Los susurros de sus gritos me hicieron consciente de esa
media verdad de sangre, de esas páginas manchadas con tinta de mis ojos, que
empapadas intentan convertir palabras en alas para emprender un sueño.
Nada a mi alrededor, oscuridad, lúcida oscuridad en este
cementerio de luces amarillas y arcén.
Mi piel se eriza y se realza la marca de Caín que supura mis
poros.
Corro, corro con todas mis fuerzas, sin siquiera levantar un
pie del suelo. Huyo, grito, lloro, pero nada ocurre.
Nada, la nada es la clave. Es el principio de todas las promesas en blanco que poco a poco borran los pétalos que se desprenden de mis recuerdos.
Nada, la nada es la clave. Es el principio de todas las promesas en blanco que poco a poco borran los pétalos que se desprenden de mis recuerdos.
Mis pasos pesan, casi tanto como mis ansias.
Giro mi cabeza y por fin la encuentro.
Tiritando, mojada, hinchada de lágrimas, henchida de abandono.
En una esquina, sentada, acurrucada entre el olvido y el sueño, encuentro de nuevo mi alma.
Tiritando, mojada, hinchada de lágrimas, henchida de abandono.
En una esquina, sentada, acurrucada entre el olvido y el sueño, encuentro de nuevo mi alma.
Herr Hofmy
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