Por las noches solías dormirme y, como cada mañana, pacientemente me despertabas. Hacía ya varios días que habían vuelto a mí. Yo sentía que regresaran pero más me dolía que tuvieses tú que soportarlo. Silenciosamente habían ido regresando, trepando hasta mi mente como si de una hiedra se tratase. Yo no quería que te dieses cuenta, pero lo hiciste. Bastante evidente era verme frente al espejo, día tras día, inmóvil, mirándome desafiante a los ojos. Dentro de mi empezaban a revolucionarse y provocarme para que saltase.
Yo era incapaz de explicarte la que estaba a punto de caer. Sabía que llovería. Sabía que te mojaría. Pero la hiedra presionaba fuerte, yo no podía decirte nada. No de momento. Todo había ido de perlas, amarillo como el sol, hasta que sentí sus ecos. Me atormentaban tales atrocidades. Necesitaba escupirlas, pero no podía. Si escupía tú me oirías y, sin querer, te salpicaría. Buscaba sinónimos para explicarte mi falta de cordura y mi poca estabilidad, pero sonaban dentro de mi todo un centenar de violines que, al ritmo de la hiedra, me silenciaban con la más bella de las melodías. Mientras tanto, yo seguía mirándome al espejo.
Me abrazabas y preguntabas “¿todo bien?” y yo te mentía reiteradamente. “Sí” solía decirte tímidamente cuando, realmente, oía truenos y disparos en mi cabeza. “Claro” solía decirte cuando, realmente, oía gritos de auxilio en mi cabeza. “No te preocupes” solía decirte mientras mis ideas magullaban en mi cabeza. De nada servía explicarte las locuras de mi cabeza. Sabía que no las entendías y, tal incomprensión, te torturaría casi tanto como a mí mi dulce y amada locura. La odiaba, pero la amaba.
Poca cordura me quedaba, apenas era capaz de gemir con la mirada una llamada desesperada. Auxilio. Me ahogaba, pero te buscaba. Los mismos pensamientos volvían a atormentarme. Yo, al igual que mis ídolos, moría creciendo. Me ahogaba en mi propio arte, en mis propias creaciones. Dolía exteriorizar, pero el mundo tenía que ser consciente de tales locuras. Pecaría de no mostrar cuanto gritaba en mi mente. Aquel día corría peligro mi vida y, con ella, la tuya.
Sabía perfectamente que iba a acabar contigo de confesarte la existencia de ese mundo suprasensible que florecía en mí. No todos cultivan sus mundos. De así hacerlo terminarían encadenados por una poderosa psicosis.
Cuando quise contártelo era demasiado tarde. Inconscientemente te habías enredado en mi hiedra. Inconscientemente te ahogaban mis delirios. Inconscientemente te perdí. Enfermaste a causa de mis disparates. Mi ceguera no fue capaz de sentir que te perdía. Inconscientemente te perdí, pero sí fui consciente cuando te sentí.
Ahora, las hiedras marchitadas, dejan a la luz las cicatrices que fui tallando en ti. Las contemplo, día tras día, al llevarte rosas. Rosas blancas.
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